miércoles, 24 de diciembre de 2014

Invierno cromático. Parte 1: Vida gris.

Por León Cuevas. Dedicado a mi tía Pilar Pérez Cuevas.
Un día más bajo la monótona y decadente existencia proyectada en mí sombra, si les explico un poco el cómo era mi vida van a comprender por qué me rodeaba de tanta energía negativa. Mi familia era pequeña y de pocos recursos económicos, tampoco moríamos de hambre ni salíamos en las portadas de “Un Kilo de Ayuda” o demás campañas, pero sí teníamos varias limitaciones. Mi madre y yo trabajábamos, entre los dos sosteníamos los estudios de mi hermano menor, ninguno de los tres miembros comía mal. Sin embargo, a mis veintiún años, no había tenido la posibilidad económica de estudiar la carrera de Diseño Gráfico, ya que es una licenciatura que requiere mucho presupuesto y gasto en materiales. Entonces trabajaba en una preparatoria pública como capturador de datos, el nombre es solo la forma amable para designar al chacho de las secretarias amargadas y gordas que contagian desánimo hasta con un “hola”. En fin, una Navidad más se acercaba y todo era desesperante felicidad capitalista. Para mí ya daba igual esa fecha, aunque mi mamá hacía lo posible para los tres la pasáramos bien. Recién había llegado a mi trabajo y vi todos los adornos corrientes colgados, de nada servía aparentar espíritu navideño con las caras de pocos amigos que cargaban las secretarias. Comencé mi trabajo de siempre, capturar planificaciones, calificaciones y diversas listas de cientos de maestros mediocres que se tardaban en entregar las cosas de manera puntual para subirlo a la base de datos. Uno tenía que corretear para que entregaran sus oficios porque, aparte de todo, si no lo hacían, las secretarias se enojaban conmigo como si fuera el culpable. El día se hacía tedioso excepto cuando alguna alumna guapa era llamada a dirección o iba a preguntar sobre algún informe, ya me había hecho amigo de varias, de vez en cuando las invitaba a salir, me esperaban afuera de la prepa a que terminara mi turno, eso si no me detenían una hora más para subir más datos atrasados o hacer trabajos que no me correspondían. Mi hora de salida era justo a las cuatro de la tarde, pero si me encargaban trabajos extras de los que no podía repelar, llegaba a salir hasta las siete de la noche y sin siquiera probar un bocado de comida. ¿Ahora entienden por qué la amargura y la pesadumbre eran mis compañeras cotidianas? ¿cómo no querían que sintiera indiferencia ante las fechas festivas? Una Navidad más, una menos, ¿qué importa? Esa era la ruleta opaca de mi vida, la que no podía llenarse con ningún color, el color en estas épocas se compra con dinero y por eso los que batallan con él, deben aguantar una vida gris. Una tarde después de que me habían retenido hasta las cinco y media, caminaba hacia mi parada del camión, cuando en el aparador de la tienda de arte vi una hermosa caja de colores de madera profesionales. El precio, de casi mil pesos, era muy distante de mi bolsillo. Un elemento más para frustrarme en él día. Me acerqué al vidrio de la tienda y recargué mis manos como esos niños que esperan frente a los vidrios de las panaderías para que les avienten un bolillo. Me fui a casa, con el pensamiento clavado en esa hermosa caja. ¿Era mucho pedir? Lo único que hacía en mis pocos momentos libres era dibujar, solo tenía unos lápices profesionales que hace un año mi mamá me había regalado de cumpleaños con mucho esfuerzo, y ahora están por agotarse. No me arrepiento de haberles dado un buen uso, pero veo con sufrimiento como están por llegar a su fin. Si es difícil adquirir una caja de lápices profesionales, más complicado va a ser una de colores que contienen una gama extensa de hermosos tonos, eso sí podría colorear mi invierno crudo. Llegué a casa, mi familia ya había comido y mi mamá regresó a su segundo trabajo. Ella se ocupaba de intendente en una primaria por las mañanas y en las tardes como cajera de un mini súper. Mi hermano veía la tele, me acerqué a la mesa para calentar lo que me habían dejado de comida. Mientras consumía el alimento se escuchaban de fondo los especiales navideños que pasaban sin parar en la programación televisiva y de pronto comenzó el programa favorito de todos los niños en esos tiempos: Neutro Man, un súper héroe con disfraz verde y con poderes atómicos, nada novedoso, pero era el héroe de moda. Al terminar el programa se acercó Luís, mi hermano, se sentó conmigo en la mesa, había terminado de comer y estaba dibujando. Tenía un aspecto triste. -Quisiera el muñeco de Neutro Man como regalo de Santa Claus Armando –dijo recargado sobre la mesa. -No eres el único que desea algo que no puede tener –le dije de una manera fría. -Eres malo, Armando –me dijo con expresión de mala sorpresa y lo puse a hacer la tarea. Durante la semana, fue otra rutina más hacia el trabajo y de regreso a casa, lo único bueno es que era ya la última jornada para ir a vacaciones de Navidad. Por su puesto, cómo era un empleado sin licenciatura no gozaba de aguinaldo ni otras prestaciones, así que tenía que conformarme con recibir un sueldo mínimo, muy bajo. Siempre veía en el camino aquella hermosa caja de colores y me ponía triste al no poder tenerla, imaginaba las maravillas que podía hacer con esos materiales. Pero ni modo, nacen personas con suerte y otras no. Llegaron las vacaciones y con ellas el día veinticuatro de diciembre, la Noche Buena. Caminaba en dirección a casa cuando a cinco cuadras vi un café, solicitaban empleado urgente para las diez de la noche. Pensé de pronto en que podía tomar ese trabajo y juntar para comprarme mi regalo de Navidad, esa caja de colores. Me quedé parado frente al anuncio de solicitud, de pronto me vino a la mente una idea más caritativa: juntar para comprarle el muñeco de Neutro Man a Luís, pero dejé de pensar tanto y fui corriendo a casa porque la temperatura bajaba y no iba muy bien abrigado. Eran las ocho de la noche y nos reunimos a cenar, mi mamá logró comprar algo de espagueti y volovanes rellenos de pavo, no tendríamos una celebración tan ostentosa como todas las demás familias, pero la cena estaba deliciosa. Platicábamos los tres bastante a gusto hasta que mi hermano menor tuvo que arruinarlo al hablar sobre Neutro Man y preguntó a mi mamá que si Santa Claus le traería un muñeco de ese súper héroe. Mi madre me volteó a ver un instante y en su mirada vi una expresión de tristeza, era de esperarse que no le había alcanzado para el muñeco. -Mira pequeño –le dijo –a veces Santa Claus no puede llegar a las casas de todos los niños, tiene tanto trabajo que no alcanza a dejar todos los encargos en una sola noche, por eso hay Navidades en las que te llegan regalos y Navidades en las que no. Pero ten fe, esta noche verás que puedes recibir una sorpresa bonita. La bondad de mi mamá es grande, pero a veces perjudica en lugar de ayudar, el imaginar la cara de desilusión de mi hermano al no ver nada bajo el árbol fue una fotografía muy cruel en mi mente. En ese momento paré de comer y me levanté de la mesa. -Voy a tomar un trabajo nocturno que ofrecen en un café a cinco cuadras mamá, estaré toda la noche trabajando, llego para la mañana del veinticinco – dije con tono enojado. -Armando no te vayas estamos conviviendo –mi mamá se levantó de la mesa e intentó detenerme, pero rápido me puse el abrigo, un juego de guantes, gorro y bufanda color naranjas y salí a solicitar el trabajo en el café, tomé un par de volovanes, los envolví en una servilleta para comer si me daba hambre. Estaba dispuesto a ganar algo para comprar el regalo de mi hermano en La Gran Juguetería que se ubicaba cerca del centro, la cual abrían toda la noche y madrugada. Salí corriendo dispuesto a traer de algún modo la Navidad a mi casa cuando regresara al amanecer. Aunque había cometido la atrocidad de abandonar a mi propia familia en la cena de Noche Buena sin más explicación que una oportunidad de trabajo nocturno.

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